Los amoríos de Jorge Luis Borges

La biografía de Jorge Luis Borges mostraría un hombre común, angustiado por la falta de dinero, las incomprensiones o la lucha por la difusión de la obra. Y los fracasos amorosos. Borges ha guardado celosamente esta parte de su vida, aunque uno puede rastrear, en las lecturas de sus libros, los vericuetos amorosos por los que tuvo que pasar con una madre en extremo dominante.

Muchos nombres de mujeres aparecen como colaboradores literarios, –Silvina Bullrich, Estela Canto, Margarita Guerrero, Bettina Edelberg, María Luisa Levinson– o en las dedicatorias de cuentos –Angélica Ocampo, Cecilia Ingenieros, Ulrike von Kühlmann, Marta Mosquera Eastman, Wally Zenner, Emma Risso Platero, Margot Guerrero, Susana Bombal– y poemas –Haydée Lange, María Esther Vázquez, Elvira de Alvear, Odile Baró, Matilde Urbach– y en ellos hay alusiones a la vida erótica y amorosa. Cuando sabemos que con Adolfo Bioy Casares llegó a la complicidad literaria con relativo éxito, no hay duda que lograron pasar, primero, la barrera de las intimidades y que el mujeriego esposo de Silvina Ocampo debió ser celestina de la aventuras del amigo. Bioy Casares ha hecho memoria de sus galanteos en varios libros de cuentos, en ambientes aristocráticos donde el fracaso tiene un aire de tristeza que no parece derrota.

Borges fue profesor de literatura inglesa en una universidad de Buenos Aires y varias de sus alumnas aparecen firmando, con él, libros. Una de esas picardías amorosas debe estar detrás de la publicación de Antiguas literaturas germánicas (1951) y/o Literaturas germánicas medievales (1965), impreso primero con Delia Ingenieros y luego con María Esther Vásquez, un bella porteña de veinticinco años. Como le preguntara cómo era posible tan extraña maniobra editorial, Borges respondió, muy serio, que eran dos libros distintos, pues el segundo contenía ejemplos traducidos directamente de las lenguas nórdicas hechos con la señora Vásquez. Lo cierto era que el maestro estaba locamente enamorado. 

Borges  estuvo casado con Elsa Astete Millán viuda de Albarracín. Su madre recomendó la boda con esa antigua amiga y maestra de escuela temiendo que a su muerte quedara solo y el chico aceptó. Las anécdotas de su vida matrimonial circularon durante los años setenta en los conventillos literarios, y en Madrid, había una pareja de argentinos que en las veladas interpretaba a Borges y a Elsa durante las disputas. Esta reunía a sus amigas setentonas en el departamento y les iba contando cómo aquel tapado era producto de una conferencia en Israel o Londres, cómo Georgie  insistía en dormir dando el rostro a la pared o su manía de conversar y pasear con jovencitas hasta bien entrada la noche, y dicen que Elsa gritaba en las conversaciones y visitas a las bombonerías, hasta cuando Borges decidió abandonarla. Esa mañana salió tranquilo de casa, se detuvo tras la puerta y pensó “tengo mis lentes, mi estilográfica, mi salud es buena, estoy conmigo...” y llamó a Elsa para decirle que la dejaba, que no quería hacerle daño. Pidió a los bomberos fueran por sus pertenencias y la edición décima de la enciclopedia Británica y la antigua maestra le exigió, a cambio de cesar con los escándalos e impertinencias, que le escriturara el piso, le entregara parte de sus derechos de autor y algunas cosillas más.

A la muerte de doña Leonor Acevedo comenzó a vérsele con María Kodama, una joven aficionada a las letras que conocía desde que ella tenía doce años y con quien, como siempre que le interesaba una buena moza, traducía libros anglosajones como las Sagas de Snorri Sturluson o los rosarios de chismes de las gestas de Saxo Grammaticus. María comentó una vez, mientras ocupábamos un ascensor del Hotel Palace en Madrid, que “el viejo era terrible y estaba agotada”. Pero se fue acostumbrando a él y ahora es su heredera. Se ha ido a Suiza, lejos de los sobrinos, los hijos de Nohra y de Guillermo de Torre, únicos herederos que tiene.

Otros me han contado que en Colombia tuvo una enamorada, de origen tolimense, a cuyo marido, un infame hombre de la radio,  dictó una noche en el hotel San Francisco unos versos para ella. Pero puede ser mentira, o calumnia de señoras adictas a dormir con famosos con la complicidad de sus esposos, o quizás los versos eran para alguien que había muerto o estaba lejos.

Vivir ochenta y siete años con tan viva lucidez pero sin haber saciado, con el fuego de la juventud, las demandas de la carne, debió ser el purgatorio de Borges. Le queda ahora la pagada compañía de una joven que debe estar haciéndole feliz. Siempre pensé que esta hija de japonés y alemana conocía los secretos milenarios de la seducción oriental. En la Gran Rue, de Ginebra, ciudad donde fue joven y comenzó a ser “el otro”, está desapareciendo el pudoroso muchacho que tanto guardó, del mundo y la carne, doña Leonor Acevedo por más de setenta años.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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