Guillermo Valencia

La primera edición de Ritos, de Guillermo Valencia (Popayán, 1873-1943) [1] apareció en Bogotá en mil ochocientos noventa y nueve. Con este libro Valencia dio altura a un tono que Darío había encontrado tedioso tras la apoteosis de Prosas profanas  en el noventa y seis.  No es posible decir que Valencia supere al Darío rococó de Era un aire suave, ni al cosmopolita de Divagación, ni al mitólogo de Coloquio de los Centauros, ni al medievalista de Sonatina o Cosas del Cid, ni al simbolista de los cisnes emblemáticos de Blasón.  Pero el brillo, la sonoridad del verso, la maravilla de los artificios adquieren en la voz de Valencia un temple de sombra que fascina.  Valencia poeta murió prácticamente en 1914, pero estaba agonizando al llegar el siglo veinte.  El resto de su obra, exceptuando el medio centenar de poemas escritos antes de la edición londinense, son versiones a granel de idiomas que parece no conocía.  Hay una tragedia secreta en esos cientos de versiones, como si agotado por los compromisos políticos y morales, hubiese usado de otros para decir lo que quería; que duda cabe que muchas son espléndidas, verdaderas traiciones a los textos originales.  Valencia tenía genio y cuando tocaba, hacía sonar. Ritos es, así, uno de los más bellos libros del modernismo.

Turris eburnea  es la summa  de sus ideas estéticas:

¡Abreme, Torre de marfil, tus puertas!
El mal y el bien, los hombres y la vida
a ti no te alcanzan, ni el amor que olvida
roba tu paz con esperanzas muertas.

Al crítico Satán, las aras yertas
y el mustio libro tu dosel no anida;
ni la tribu de lengua dolorida
asilaron tus bóvedas desiertas.

Vive a tu amparo la Belleza: muda,
impasible, glacial; última diosa
que ornó de mirto el amoroso griego;

yo —como el ave de Minerva escuda—
quiero en la lumbre de su faz radiosa
¡apacentar mis círculos de fuego!

Imposible saber que habría sido Valencia si sus ideas hubiesen partido del último Silva. Lo cierto es que cuando dio con Baldomero Sanín Cano se aficionó con Zaratustra.  Allí encontró «una cantera milagrosa —según Rafael Maya [2] —, de donde sacó siempre epigramas para sus poemas y citas para sus discursos». Valencia vio en Nietzsche una doctrina que sustentaba las aspiraciones de una nueva clase, bastarda para el feudalismo. No es de extrañar, entonces, que Ritos  se abra con un homenaje a un Silva de salón, angustiado y aristocratizante.

Sus tres poemas mayores van y vienen entre la pasión y la fe, sean unas veces la carne y la religión, o las fuerzas sociales y su choque con las concepciones políticas. Palemón el estilita  y San Antonio y el centauro  son el drama guerrero entre la ideología y el deseo. 

El primero es el único de sus poemas donde la carne vence a la fe.  El asunto es bien conocido y ha suscitado un filme, Simón del desierto, de Buñuel, donde el eremita termina en una discoteca de ciudad de México o Nueva York, bailando rock and roll mientras aspira el perfume que sale del cuerpo de Silvia Pinal, el demonio. La descripción de la tentación, en carne de mujer, es originalísima:

De la turba que oía
una linda pecadora
destácose: parecía
la primera luz del día,
y en lo negro de sus ojos
la mirada tentadora
era un áspid: amplia túnica de grana
dibujaba las esferas de su seno;
nunca vieron los jardines de Ecbatana
otro talle más airoso, blanco y lleno;
bajo el arco victorioso de las cejas
era un triunfo la pupila quieta y brava,
y, cual conchas sonrosadas, las orejas
se escondían bajo un pelo que temblaba
como oro derretido;
de sus manos blancas, frescas,
el purísimo diseño
semejaba lotos vivos
de alabastro,
irradiaba todo ella
como un astro:
era un sueño
que vagaba
con la turba adormecida
y cruzaba
—la zandalia al pie ceñida—
cual la muda sombra errante
de una sílfide
de una sílfide seguida
por su amante.

Un diálogo entre paganismo y cristianismo, felicidad y tristeza, fuerza y debilidad, donde el último vence, es San Antonio y el centauro.  El mundo de Grecia y Roma quiere vencer a Jesús en Antonio, pero contrario a los sucesos del mundo literario de comienzos de siglo, donde lo moderno vence a lo clásico, Valencia decide tomar el camino de la Edad Media, resultando el texto una apología de lo extemporáneo, una especie de poema medieval que no pudo ser concebido por la Edad Media. En Anarkos  toma partido por los violentos. El poema se abre con un perro que escarba entre basuras, mientras otros comparten los manjares de sus amos. Fue leído en público en mil ochocientos noventa y nueve, inmediatamente antes de su viaje a Europa.  En sus fragmentos más ardientes vio el futuro, como cuando luego de describir la vida de los mineros y augurar iguales miserias para sus hijos, aparece la masa de los nuevos profetas, los locos que cambiarán el mundo, los hijos de Anarkos. El poema termina con el símbolo de redención judeo-cristiana:  Jesucristo, encarnado, esta vez, en las «ideas socialistas» de León XIII.

El segundo y último libro que publicó fue de traducciones de poemas chinos: Catay  (1929). Tradujo también a Ovidio, Anacreonte, Goethe, Schiller, Hugo, Heredia, Mallarmé, Bilac, Hoffmansthal, D’ Annunzio, Wilde, Baudelaire, Verlaine y Kayyan.

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1. Su padre fue abogado y presidente de la universidad. Hizo sus primeros estudios en el seminario, donde, «alcancé a recitar en griego algo de Anacreonte, y aquella famosa defensa de San Juan Crisóstomo al eunuco Eutropio.  Me aficioné de manera especial a los Padres de la Iglesia, Tertuliano, San Jerónimo.  Sentí en latín a Virgilio, Horacio y Ovidio, y también en su idioma original a los clásicos franceses». A los diecinueve ingresó a la facultad de filosofía y letras, donde hizo un discurso sobre La iglesia en la Edad Media, y comenzó a militar en el partido conservador, «por la influencia de cuarenta generaciones de antepasados».  A los veinte fue nombrado Secretario de la Prefectura, a los veintitrés fue al parlamento para combatir a Rafael Uribe Uribe. Luego partió a Europa, donde asistió a la facultad de letras de la Sorbona, al Instituto de Francia y a la Escuela Libre de Ciencias Políticas. En París conoció a Darío y a Wilde, y se dedicó a comprar y enviar armas para la guerra que estaba en marcha: «en el curso de un mes —dice Duarte French—, remitió a Colombia 60.000 fusiles y nueve millones de cartuchos que sirvieron para alimentar el fuego de la batalla de Palonegro, quizá en la que más se ha vertido sangre hermana». A los veintiocho, como jefe civil y militar del viejo Cauca, condujo, en mil novecientos uno, una de las más violentas campañas represivas en esa región. A pesar de estas pruebas de fidelidad a su partido, Valencia no pudo contar con el apoyo de los grandes jefes para llegar a la presidencia,. Pasó sus últimos años cazando patos y venados, y oponiéndose a las reformas agrarias de Alfonso López Pumarejo. Fue Secretario de Hacienda del Cauca, Secretario de Rafael Reyes, Representante a la Cámara, Primer Secretario de las Legaciones de Colombia en Francia, Suiza y Alemania, Jefe de la Sección Tercera de Crédito Público de la Tesorería, Secretario de Educación de Cundinamarca, Jefe Civil y Militar del Cauca, Representante a la Cámara, Gobernador del Cauca, Representante de Colombia ante la Tercera Conferencia Panamericana de Río de Janeiro, Senador por Nariño, Candidato a la Presidencia, Representante de Colombia ante la Cuarta Conferencia Panamericana de Santiago  de Chile, Candidato a al Presidencia, Miembro de la Comisión Asesora del Ministerio de Relaciones Exteriores, Miembro de la Comisión que firmó el Tratado de Paz entre Colombia y Perú en Río de Janeiro, y Miembro del Consejo de Defensa Nacional. Sus Obras completas, con un prólogo de Baldomero Sanín Cano, fueron publicadas en  Madrid, 1948. Véase Enrique Díez-Canedo: Guillermo Valencia, en Letras americanas, México, 1944; Oscar Echeverri Mejía: Guillermo Valencia, estudio y antología, Madrid, 1965; Max Henríquez Ureña: Bogotá, en Breve historia del modernismo, México, 1962; Rafael Maya: Guillermo Valencia, en Obra crítica, t., II, Bogotá, 1982; Edelberto Torres: Guillermo Valencia, en Revista Nacional de Cultura, nºs 140-141, Caracas, 1960; José Vasconcelos, Ulises Criollo, Vol., IV, México, 1939.

2. Guillermo Valencia, en Obra crítica, tomo II, Bogotá, 1982, pgs., 105-123.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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