José hernández

Una ciudadela de estrechos y altos andenes de ladrillo, con rejas y postes para atar caballos, casas bajas, calles polvorientas en verano y «zanjones navegables» en invierno, perros y basuras, era Buenos Aires a mediados del siglo pasado.

Había gran actividad por la mañana, hasta las dos de la tarde -dicen Aragón y Calvetti. La mayoría de los hombres, por ser empleados del gobierno o tener que hacer trámites en sus oficinas, o ser militares, o por partidismo o por prudencia, llevaban cintillo punzó, el color federal. Las mujeres lo usaban en un moño, sobre el pelo. Los vendedores ambulantes iban a caballo, lo mismo que los mendigos. Se veían negros, mulatos y mestizos. Pasada la siesta, la gente volvía a salir, las mujeres aparecían en los balcones. Todo el día sonaban las campanas de las iglesias. Al toque de ánimas cerraban las tiendas.

Pero en la pampa la vida era azar. Al mando de «cristianos renegados» o de sus propios jefes, los naturales de la Pampa invadían y robaban las haciendas a pesar de los fuertes militares que establecían las fronteras entre «la civilización y la barbarie». El ejército era la ley de los campos, formado por malhechores o gauchos reclutados a la fuerza, una «conscripción ilegal» a la cual se oponían no sólo quiénes la sufrían sino algunos periodistas e intelectuales como José Hernández (Perdriel, 1834-1866).

Militar, periodista, político y poeta, Hernández fue hijo de un rosista y una dama cuya familia fue perseguida por Rosas. Enfermo en su niñez fue enviado al campo, donde vivió por ocho años, sin otra instrucción que la escuela primaria que había cursado en una escuela privada del barrio San Telmo. Miembro de la Logia Confraternidad Argentina y federalista, a la caída de Rosas se opuso a Mitre y Sarmiento. Corpulento, bondadoso y comunicativo, el gusto por la conversación con gentes de pueblos y mercados, y su locuaz curiosidad le valieron el apodo de Matraca. Asistió a las luchas intestinas, en 1859, como ayudante del ejército de Urquiza, pero pronto abandonó las armas y obtuvo el puesto de oficial taquígrafo en el Senado. Elegido fiscal general en 1867, en 1869 fundó el periódico El Río de la Plata, contrariando a Sarmiento con una plataforma doctrinaria que defendía la autonomía provincial, la abolición del servicio de fronteras, la intervención popular en la elección de jueces de paz y comandantes militares, la distribución racional de los contingentes inmigratorios, la descongestión de Buenos Aires y la legitimidad de la oposición. En 1872, hospedado en el Hotel Argentino de Buenos Aires, terminó Martín Fierro.

¿Qué se consigue con el sistema actual de los contingentes?-preguntaba Hernández en los primeros números de El Río de la Plata-. Empieza por producirse una perturbación profunda en el hogar del habitante de la campaña. Arrebatado de sus labores, a su familia, quitáis un miembro útil a la sociedad que lo reclama, para convertirlo en un elemento de desquicio e inmoralidad. [...] Nuestros gobiernos fomentan en la campaña vicios que más tarde producen inevitables convulsiones sociales. [...] ¿Ignórase que no hay derecho más sagrado que la resistencia a la opresión injusta y arbitraria, venga de donde viniere? [...] el gaucho ha preparado su montura para huir del peligro, para escapar a nuestra civilización refugiándose en las tribus de la barbarie. Los caciques se convierten en sus protectores y se produce ese fenómeno singular, esa derrota de la civilización. [...] El servicio de la frontera parece haberse ideado como un terrible castigo para el hijo de la campaña.

 

Descendiente de españoles, con escasa influencia de sangre indígena, la existencia de los gauchos se remontaba a los primeros tiempos de la colonización, pero sus características se fueron creando a medida que se adaptaba al medio y se vió marginado ante el creciente proceso de urbanización de la minoría colonial dominante. La ironía de su destino se entiende mejor si sabemos que siendo el habitante natural de las pampas, no poseía la tierra. La pampa era su refugio. Su vida era trashumante. De allí que los citadinos le viesen como un vagabundo, perezoso o delincuente real o en potencia. Sin ser mestizo, había adquirido la cultura de los naturales y sus técnicas de supervivencia, vocabulario y costumbres. En el siglo XVIII habían luchado contra los ataques ingleses y luego en las guerras de liberación.

Fueron -dijo Borges- pastores de la hacienda brava, firmes en el caballo del desierto que habían domado esa mañana, enlazadores, marcadores, troperos, hombres de la partida policial, alguna vez matreros; alguno, el escuchado, fue el payador. Vivieron su destino como en un sueño, sin saber quiénes eran o qué eran.

Hernández escribió Martín Fierro para denunciar aquella situación. La primera edición apareció a finales de 1872. Su popularidad fue tal que siete años después se habían agotado once ediciones, con cuarenta y ocho mil ejemplares. La vuelta de Martín Fierro, es de 1879.

Desde la primera estrofa Fierro anuncia una larga historia y pondera su facilidad para cantar.

 

Aquí me pongo a cantar

al compás de la vigüela;

que el hombre que lo desvela

una pena estrordinaria,

como la ave solitaria

con el cantar se consuela.

 

Los primeros cantos sobre las causas de sus desventuras le llevan desde una consciencia de lo individual hasta la creación de un arquetipo como el destino que es impuesto a otros. Ha sido arrancado del hogar por el enrolamiento militar. Le envían a la frontera en tierra de naturales. La vida militar es rigor y arbitrariedad; la mugre y la miseria igualan a los soldados; los pagadores y jefes son pícaros, los «gringos» ineptos, los pagos no llegan, se castiga a los soldados con azotes y el «cepo colombiano», la vida está en constante peligro en una guerra a muerte contra los ataques de los salvajes. Pasan tres años. Un día pagan, pero su nombre no está en la nómina. Entiende que nada puede esperar de esa vida y decide huir. Vuelve a su rancho. La mujer se ha ido con otro, los hijos se han hecho peones. Abandonado por la familia y desertor, de hombre decente y respetado pasa a vagabundo. Se entrega al alcohol. En una pulpería injuria a la mujer de un Moreno a quien obliga a pelear y asesina con el cuchillo. A ésta contienda seguirá otra. Vive entre pajonales. Una de esas noches, la cuadrilla policial lo cerca para arrestarlo. En la oscuridad defiende su vida. Mata o hiere a muchos de los agresores hasta impresionar al sargento que manda el grupo, que se pone de su parte. Fierro canta entonces la historia del sargento Cruz , que resulta ser la suya:

 

Ya veo que somos los dos

astillas del mesmo palo:

yo paso por gaucho malo

y usté anda del mesmo modo;

y yo, pa acabarlo todo,

a los indios me refalo.

 

Allá no hay que trabajar,

vive uno como un señor;

de cuando en cuando un malón;

y si de él sale con vida,

lo pasa echao panza arriba

mirando dar güelta el sol.

 

Y ya que juerza de golpes

la suerte nos dejó a flus,

puede que allá veamos luz

y se acaben nuestras penas.

Todas las tierras son güenas:

vámonos, amigo Cruz.

 

Deciden atravesar el desierto para refugiarse en tierras de naturales. Se internan en la llanura y se pierden en ella.

 

Cruz y Fierro de una estancia

una tropilla se arriaron;

por delante se la echaron

como criollos entendidos,

y pronto sin ser sentidos

por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao,

una madrugada clara,

le dijo Cruz que mirara

las últimas poblaciones,

y Fierro dos lagrimones

le rodaron por la cara.

 

Para los argentinos, -dice Borges-, no hay tal vez en la literatura entera estrofas más inagotablemente conmovedoras. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Índice de Materia: Poetas