josé maría heredia

A pesar de haber escrito numerosos poemas de corte patriótico, obras de teatro, crítica, notas periodísticas, discursos y traducido varios autores latinos, franceses, ingleses e italianos que muestran la enorme actividad desarrollada por José María Heredia (Santiago de Cuba, 1803-1839) durante sus escasos treinta seis años, para el presente su nombre está ligado a unos pocos poemas: En el teocalli de Cholula (1820), Niágara (1824), En una tempestad (1822) y Al océano (1836),  típicamente románticos en sus ideas, así su concepción formal delate cierto apego al empalagoso neoclasicismo dominante en las colonias y la propia península de entonces.

La versión de la silva En el teocalli de Cholula que hoy conocemos, publicada en la edición de su obra en 1832,  consta de 150 versos endecasílabos a diferencia de la de 1825 que tiene 94 y llevaba por título Fragmentos descriptivos de un poema mexicano. El poema está desarrollado en tres movimientos que describen primero la naturaleza, luego hace una evocación histórica y termina con una meditación de carácter moral, resultado de la contraposición de los dos anteriores. En la descripción leve y majestuosa de la naturaleza próxima a la pirámide, enumerando gradualmente las especies vegetales hasta alcanzar  los picos nevados de los volcanes, que entre los fulgores del crepúsculo aún pueden verse nítidamente, consigue algunos de sus mejores momentos:

Era la tarde; su ligera brisa
    las alas en silencio ya plegaba,
    y entre la hierba y árboles dormía.
    Mientras el ancho sol su disco hundía
    detrás de Iztyaccihual. La nieve eterna
    cual disuelta en mar de oro, semejaba
    temblar en torno de él; un arco inmenso
    que del empíreo en el cenit finaba,
    como espléndido pórtico del cielo,
    de luz vestido y centellante gloria
    de sus últimos rayos recibía
    los colores riquísimos. Su brillo
    desfalleciendo fue; la blanca luna
    y de Venus la estrella solitaria
    en el cielo desierto se veían.
    ¡Crepúsculo feliz! Hora más bella
    que la alma noche o el brillante día
    ¡Cuánto es dulce tu paz al alma mía!

El teocalli en ruinas le conduce a un viaje a través del tiempo, induciéndole a la meditación sobre el pueblo que lo erigió y los usos que dieron al templo, fustigando las supersticiones y crueldad de los aztecas desde la orilla de los sentimientos cristianos y las ideas de los iluministas sobre la «civilización» frente a las costumbres de pueblos considerados «bárbaros». Una clara conciencia de la fugacidad del poder y la gloria certifican las ruinas; pueblos y reyes que allí vivieron y combatieron —como lo hacen en ese hoy los hombres— han pasado. El mismo monumento es símbolo de la caducidad de las obras humanas y debe servir de ejemplo a las generaciones futuras para no repetir las ignominias que allí produjeron la demencia y el furor de los poderosos. El poema es uno de los ejemplos más notables de equilibrio, entre las ideas románticas que luchan en el alma del escritor, y el estilo sereno y perfeccionista, que utiliza para trasmitir su intuición del total destino humano, producido por la constatación de la temporalidad de las obras del hombre:

Todo perece
    por ley universal. Aun este mundo
    tan bello y tan brillante que habitamos,
    es el cadáver pálido y deforme
    de otro mundo que fue...

Los recuerdos de una posible visita de Chateaubriand a las cataratas del Niágara y una visita de Heredia a los saltos alrededor de 1824, inspiró a este su famoso poema. La descripción del francés aparece en el epílogo de Atala y ha servido para que ciertos críticos se hayan deleitado mostrando las concomitancias entre uno y otro texto. Lo cierto es que nada deben, en últimas,  los versos de Heredia a  Chateaubriand, sin que deje de ser interesante curiosidad la intertextualidad que Menéndez Pelayo reseñó en su Antología. La página de Atala colabora en la comprensión de la magnitud del espectáculo:

Poco tardamos en llegar al borde de la catarata, que se anunciaba es un espantosos mugidos: está formada por el río Niágara, que sale del lago Erié y desemboca en el lago Ontario, siendo su altura perpendicular de ciento cuarenta y cuatro pies. Como desde el lago Erié hasta el salto corre el Niágara por una rápida pendiente, en el momento de la caída es menos un rio que un mar, cuyos atronadores torrentes se empujan y chocan a la entreabierta boca de un abismo. La catarata se divide en dos brazos y se encorva a manera de herradura. Entre estos brazos se adelanta una isla que, socavada por sus cimientos, parece suspendida, con todos sus árboles, sobre el caos de las ondas. La masa de río que se precipita hacia el Mediodía, se redondea a manera de un inmenso cilindro, y desplegándose luego como una cortina de nieve, resplandece al sol con todos los colores, mientras la que se despeña hacia Oriente baja, en medio de una sombra espantosa, a semejanza de una columna del diluvio. Mil arcos iris se encorvan y cruzan sobre el abismo. Las aguas, al azotar los estremecidos peñascos, saltan en espesos torbellinos de espuma, que se levantan sobre los bosques cual remolinos de humo de un vasto incendio. Los pinos, los nogales silvestres y las rocas cortadas a manera de fantasmas, decoran aquella escena sorprendente... Las águilas, arrastradas por la corriente de aire, bajan revoloteando al fondo del antro, y los carcajús se suspenden por sus flexibles colas de la extremidad de una rama, para coger en el abismo los mutilados cadáveres de los alces y osos.

La enérgica y brillante descripción de la catarata, unida a la emotiva evocación de la patria lejana del desterrado, hizo de Heredia un poeta popular. En su composición usa el modelo de En el teocalli de Cholula: de un plano objetivo, síntesis y representación de un gran espectáculo del mundo,  va hacia una meditación donde divaga sobre la filosofía de la historia, simbolizada en el incesante fluir de las aguas, cuerpo mismo del tiempo, que no es ya la de un adolescente preocupado por hechos civiles sino un joven de más de veinte años obsedido por el extrañamiento, los anhelos de libertad de Cuba y el amor. En la silva Niágara  se fusionan tres de sus caros motivos: naturaleza, patria y mujer. El fuerte Yo del poeta, a la búsqueda de la gloria romántica,  resuena a lo largo de la composición. Las imágenes visuales quedan relegadas ante las auditivas: mil olas pasan tan rápido como el pensamiento; chocan y desaparecen entre la espuma y el fragor; la luz cruza sobre el abismo que devuelve los bosques asordados; el agua se rompe y asciende levantando una pirámide sonora:

Torrente prodigioso, calma, calla
    tu trueno aterrador: disipa un tanto
    las tinieblas que en torno te circundan...
 
    ¡Ved! ¡Llegan, saltan! el abismo horrendo
    devora los torrentes despeñados:
    crúzanse en él mil iris, y asordados
    vuelven los bosques el fragor tremendo.
 
    En las rígidas peñas
    rómpese el agua: vaporosa nube
    con elástica fuerza
    llena el abismo en torbellino, sube...

Niágara  es un asombroso racimo de sensaciones del ojo y el oído, de color y temblor, de acción y fuerza. La libertad de Cuba queda asociada a sus palmas deliciosas que nacen del sol a la sonrisa en las ardientes llanuras de la patria. Dolor y desamparo del hombre y búsqueda de inmortalidad en la eternidad del poema concluyen el delirante discurso lírico.

Heredia fue hijo de padres dominicanos e hizo estudios de Humanidades y Derecho en Santo Domingo y La Habana. Por haber participado en una conspiración separatista fue condenado a destierro perpetuo de la isla en 1823, año en el cual recibió título de abogado en la Audiencia de Puerto Príncipe. Residió tres años en los Estados Unidos, primero en Boston, luego en Nueva York donde fue profesor de español y estuvo en México, invitado por el presidente Guadalupe Victoria,  donde ocupó sucesivamente los cargos de Oficial de la Secretaría de Estado, Juez de primera instancia y Magistrado. En 1836 visitó, brevemente Cuba, decepcionado por las incesantes convulsiones políticas mexicanas y la muerte de su hija Julia. De regreso a México, perdidas sus influencias políticas,  se encargó de la redacción de la Gaceta Oficial de la República, pero por problemas de salud tuvo que trasladarse a Toluca donde murió. Tradujo, entre otros muchos poemas del latín y el italiano, a Scott y Voltaire. Una de esas curiosidades son los fragmentos de la Rusticatio Mexicana del guatemalteco Rafael Landívar.  Entre las ediciones de su obra se destacan la de 1875 hecha en Nueva York por Néstor Ponce de León con una biografía de Heredia escrita por Antonio Bachiller y Morales y las Poesías completas, con prólogo de Raimundo Lazo, México, 1974.

Véase Amado Alonso y Julio Caillet Bois: Heredia como crítico literario, en Revista Cubana, nº 15, La Habana, 1941. Emilio Carilla: El romanticismo en la América Hispánica, Madrid, 1967. Jorge Mañach: Heredia y el romanticismo, en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 86, Madrid, 1957. José Lezama Lima: José María Heredia, en Antología de la poesía cubana, La Habana, 1965. José Martí: Heredia, en Obras completas, La Habana, 1963. Manuel Pedro González: José María Heredia, primogénito del romanticismo hispano. Ensayo de rectificación histórica, México, 1955. Max Henríquez Ureña: Heredia, en Cuba Contemporánea, nº 34, La Habana, 1924. Pedro Henríquez Ureña: La versificación de Heredia, en Revista de Filología Hispánica, nº 4, Buenos Aires, 1942. Raimundo Lazo: Heredia, Zenea y Martí, poetas patrióticos, La Habana, 1929.