Para recordar a Carlos Barral
Con la muerte de  Carlos Barral y Agesta (Barcelona, 1928-1989)  nuestras literaturas y las diversas naciones literarias peninsulares han  perdido no sólo uno de sus mejores poetas sino, quizás, al más importante de  sus divulgadores en las últimas tres décadas. Barral dio a Borges el Premio  Formentor, que le hizo conocer en el mundo europeo; «descubrió»  a Vargas Llosa, Donoso y Fuentes, e importó  obras de otros ámbitos lingüísticos con rigor intelectual e innovador durante  los difíciles años de la dictadura franquista, a mas de inspirar una de las  antologías más importantes en cuanto a concepción y factura: Un cuarto de siglo de poesía española,  de José María Castellet.    
      
Cuando  los poetas de la Generación del Cincuenta,  cuyo papel en el reparto del poder fue de exiliados en casa propia publicaron  sus primeros libros,  la poesía  española  estaba aún dominada por cierto  «realismo socialista»  que había  convertido la lírica en doctrina y consignas políticas, la de Gabriel Celaya y  Blas de Otero, resultado de su reacción contra los versos académicos, grises y  melancólicos de Rosales y Vivanco.   Barral, como la mayoría de sus compañeros de viaje, vivió de niño la  experiencia traumática de la Guerra Civil y descendía de familias acomodadas de  la burguesía catalana y española. En Años  de penitencia  y  Los  años sin excusa, los dos primeros volúmenes de sus extraordinarias memorias  hizo precisas evocaciones sobre la vida cotidiana y la educación bajo la  dictadura, mostrando el tedio de una lucha, pausada y triste, contra un tirano  que se volvía inmortal. Extensas y vibrantes páginas  sobre su vida en Calafell, el pequeño puerto  donde inició y sostuvo su comercio con la mar o los recuerdos de sus primeras  visitas a Francia y Alemania, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. 
      
La  poesía de Barral fue resultado de la experiencia más que un lucro con las tradiciones  literarias Nunca quiso ser un poeta profesional, de esos que gastan día y noche  en la confección, a partir de un patrón de modistería, de cientos de versos  para supermercados. Sus experiencias estaban localizadas en mundos urbanos, con  objetos de la vida cotidiana citadina, sin los decorados rurales que habían  seguido colándose en las composiciones de la generación anterior a la suya.  Mejor lector de ciertos poetas de habla inglesa como Spender y Eliot que del  Alexandre de Sombra del paraíso, en  su poesía hay huellas claras de ciertos poetas alemanes del dieciocho y el  diecinueve, Rilke, por ejemplo, pero también, muy sutilmente resueltas  influencias de Paz y de ese otro poeta mexicano, mudo, José Gorostiza, autor de Muerte sin fin. 
      
A pesar de haber publicado muy pocos libros de poemas, rasgo característico de su generación, dominada por la sequía si exceptuamos a Brines, Barral tuvo siempre confianza en que la poesía, por ocuparse de formas de la existencia no codificadas por la cultura, ni la conciencia individual o colectiva, virginal, inédita, ligada al oscuro mundo de la experiencia personal, seguirá jugando un papel definitivo en la historia del hombre. Sin embargo no creía en la inspiración, cuerpo del lenguaje misterioso del poema.
Prefería pensar que los  poetas eran los únicos mortales que podían fabricarse una sensibilidad mayor,  ante los estímulos y monotonías del mundo, gracias a su trato continuado con el  lenguaje. 
      
Su poesía, recogida en su totalidad por primera vez en Usuras y figuraciones, se caracteriza por una deliberada ambigüedad de mundos simbolistas que no logran oscurecer una deslumbrante lucidez para encarar el pasado o el presente. El paisaje de la mayoría de sus poemas es la costa sur de Cataluña y el onírico mundo marino que sirven de apoyadura a una sensualidad extrema, labrada por el rigor intelectual y lingüístico. Sus mejores poemas son a menudo una especie de cuentos sencillos pero hondos, escritos por la vida y no por recetas poetiqueras. Para mi gusto, el mejor de sus libros sigue siendo Diecinueve figuras de mi historia civil. En él retrata con ironía situaciones de su vida y describe con frialdad o calor absolutamente humanos, las distintas situaciones donde contempló el horror de la clase vencida, sus aventuras amorosas, su amor por el pueblo, su adhesión permanente a la libertad y su odio a las guerras.
Libro doloroso donde está siempre Calafell, sus hombres, sus costumbres, sus oficios, sus desventuras:
Porque  conocía el nombre de los peces,
        aún  de los más raros,
        y  el de los caladeros, y las señas
        de  las lejanas rocas submarinas,
        me  dejaban revolver en las cestas,
        tocarlos  uno a uno, sopesarlos,
        y  comentaban conmigo abiertamente
        las  sutiles cuestiones del oficio.
        Porque  entendía de nudos y de velas
        y  del modo de armar los aparejos,
        me  llevaban con ellos muchas veces;
        me  regalaban el quehacer de un hombre.
        Sentía  con orgullo
        enrojecérseme  las manos al contacto del cáñamo,
        impregnarme
        un  fuerte hedor a brea y a pescado.
        Sabía  casi todo de aquella vida simple,
        de  aquel azar diario y primitivo.
Sólo  que aquella ciencia era lujosa.
        No  supieron contarme
        o  no pude entender cómo era aquello
        en  los días peores, las amargas
        semanas  de paciencia,
        cuando  el viento del norte
        roe  las entrañas y se harta la pupila
        de  escrudiñar los cielos,
        en  los días confusos,
        cuando  el mar de borrosos contornos
        es  sólo como un cascote de vidrio
        semienterrado  en el fango,
        un  desagradable incidente o una trampa
        para  los que pasan corriendo
 
    [1] Hombre en la mar.